La mayoría de los asistentes ya lo conocíamos. Unos habíamos tenido la fortuna de asistir, en el Romea, a su magnífica puesta en escena de Don Juan Tenorio. Otros habían contemplado su porte bravucón y su insolente mirada en los carteles que, por estas fechas, anunciando las representaciones, inundan Murcia. Los menos no sabían nada de él.
El pasado viernes, día 6, Julio Navarro Albero vino al Colegio Montepinar para pasar unas horas, junto a un nutrido grupo de estudiantes de 4º de ESO, 1º y 2º de Bachiller, explicando la obra de Zorrilla que ya su bisabuelo, Cecilio Pineda, engrandecía en las tablas del teatro.
Cuando Tirso de Molina, en el siglo XVII, escribió El burlador de Sevilla y convidado de piedra, con seguridad, no era consciente de la trascendencia que iba a tener su obra: rápidamente, el caluroso gusto italiano por nuestro teatro barroco lo irradió a todo el continente, y fue aflorando en otras espléndidas piezas como Don Juan ou le festin de piêrre de Molière o Don Giovanni de Mozart.
Pero el verdadero Tenorio, el auténtico Don Juan es el escrito por Zorrilla. No obstante haber sido tildado de obra menor, recriminado por sus ripios, reprobado por sus dislates, por sus desatinos cronológicos…, de los cuatro prototipos humanos universales nacidos en la literatura, el insolente, el fatuo, el bravucón Don Juan ocupa un puesto de honor junto a otro español, Don Quijote, que se codean, en ese exquisito elenco con Fausto y Hamlet.
Y ese personaje universal, ha marcado y, en cierto modo, entre algunos, lo sigue haciendo, una de las tradiciones españolas más arraigadas: la celebración de la noche de las ánimas, la que transcurre del 1 al 2 de noviembre, debe, para ser perfecta, transcurrir asistiendo a una representación teatral de Don Juan Tenorio.
En esta visita, Julio se entregó, glosando el contenido de la obra desde el principio, desde la poblada y animadísima escena, en el interior de una taberna, la sevillana Hostería del laurel, en la que un bullicioso grupo de jóvenes, libertino por los efluvios del vino y por las fiestas de carnaval, antes de que la Cuaresma reprima los placeres de la carne, se divierte, corteja, inventa chanzas, mientras canta y baila La Chacona, una vivísima, festiva, indecente y extremadamente erótica danza que, desde sus inicios en la España del Renacimiento, viajó a las recién descubiertas Indias Occidentales, para volver, un siglo más tarde, a inundar por entero el Viejo Continente.
Comenzó representando las primeras palabras –¡Cuál gritan esos malditos! / Pero, ¡mal rayo me parta /
si en concluyendo la carta / no pagan caros sus gritos!– que nacen, como rugidos, de la boca de un hombre resuelto, bravo que, guarecido por un antifaz, enmascarado y colérico, sentado a una mesa en el extremo izquierdo, acaba de estampar su firma en una carta; mientras, puntual y fiel a su cita, espera la llegada de otro individuo para dirimir una apuesta concebida, por ambos, hace exactamente un año. Y si existe una formidable puesta en escena del drama de Zorrilla es la de la Compañía Cecilio Pineda; si existe un soberbio, prodigioso Don Juan, es Julio Navarro, el director y protagonista de la misma:
Por donde quiera que fui, / la razón atropellé / la virtud escarnecí, / a la justicia burlé / y a las mujeres vendí. / Yo a las cabañas bajé, / yo a los palacios subí, / yo los claustros escalé / y en todas partes dejé / memoria amarga de mí. […] Partid los días del año / entre las que ahí encontráis. / Uno para enamorarlas, / otro para conseguirlas, / otro para abandonarlas, / dos para sustituirlas / y una hora para olvidarlas.
Los alumnos que lo contemplaban, que estaban dispuestos a batirse en duelo con cualquiera que se atreviere a ultrajar al galán, también acabaron adorando a Doña Inés:
¡Oh! Sí, bellísima Inés, / espejo y luz de mis ojos, / escucharme sin enojos / como lo haces, amor es; / mira aquí a tus plantas, pues, / todo el altivo rigor / de este corazón traidor / que rendirse no creía, / adorando, vida mía, / la esclavitud de tu amor.
Alumnos, que condenan, se angustian, se sublevan, suplican, claman, imploran, apelan a la indulgencia celestial… como hace, colmando el escenario, ese individuo abominable y cautivador:
¡Aparta, piedra fingida! / Suelta, suéltame esa mano, / que aún queda el último grano / en el reloj de mi vida. / Suéltala, que si es verdad
/ que un punto de contrición
/ da a un alma la salvación
/ de toda una eternidad, /
yo, Santo Dios, creo en Ti:
/ si es mi maldad inaudita,
/ tu piedad es infinita…
/ ¡Señor, ten piedad de mí!
Y, tras la escena más hondamente perturbadora, brotaron los aplausos de un modo franco, natural, espontáneo:
¡Clemente Dios, gloria a Ti! / Mañana a los sevillanos / aterrará el creer que a manos / de mis víctimas caí. / Mas es justo: quede aquí
/ al universo notorio
/ que, pues me abre el purgatorio / un punto de penitencia, es el Dios de la clemencia
/ el Dios de Don Juan Tenorio.
Los alumnos que, conocedores del texto, habían mantenido un silencio “sepulcral”, descubriendo, apreciando, comiéndose con los complacidos ojos, lo que allí enfrente, estaba acaeciendo; conmovidos, embelesados, enternecidos, emocionados con la prodigiosa escena, con la indescriptible, inefable, insuperable actuación de un hombre desamparado, desahuciado, repudiado, que, redimido por amor, mendigaba la misericordia divina, también disfrutaron con tres de sus compañeros que habían preparado sendos fragmentos de la obra y los “representaron” compartiendo escena con Julio.
Al final, el actor, con su habitual gentileza, se fotografió con todos ellos.
Sólo nos queda agradecer, antes de firmar y plegar, a la Compañía Cecilio Pineda, su empeño anual en hacernos disfrutar, con su arte al batirse el cobre, con uno de los grandes clásicos de nuestra literatura. Y a Julio Navarro Albero su amabilidad al atendernos, al posar con nosotros, su sensibilidad al valorar nuestra dedicación y su pericia para declamar el verso.
Autora: Angela Moreno